No sabía que me iba a volver adicta a este trabajo, ni que iba a medir mi vida en programaciones y horas de vuelo. Tampoco que acabaría echando de menos mi cama cuando estoy en un hotel, el olor de mis sábanas, el suavizante de siempre.
No me contaron que mi rutina discurriría rodeada de mucha gente desconocida, ni que cada día tendría compañeros nuevos, pero que, a veces, me sentiría sola. Que las trivialidades del día a día serían novedad para aquel con el que compartiría el galley. Que tendría muchas conversaciones de «primeras veces»:
— ¿Llevas mucho tiempo volando?
— Pues acabo de hacer siete años.
— ¿Y empezaste aquí o volabas antes?
— Empecé aquí.
— ¿Y de dónde eres? ¿Vives cerca del aeropuerto o en el centro?
— Soy de Galicia. Vivo en la ciudad, en el centro. Ya vivía aquí antes de empezar a volar.
No era consciente de la desconexión digital que me daría estar volando, no poder hacer una llamada, no estar al día del cotilleo o del evento en el grupo de amigas. Perderme la complicidad de la anécdota, la fugacidad del momento.
No pensé en los domingos metida en el avión, sin poder asistir a todos esos planes que se hacen durante la semana, viviendo una vida ausente que no todos entienden si no la experimentan.
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