Nadie me avisó.

No sabía que me iba a volver adicta a este trabajo, ni que iba a medir mi vida en programaciones y horas de vuelo. Tampoco que acabaría echando de menos mi cama cuando estoy en un hotel, el olor de mis sábanas, el suavizante de siempre.

No me contaron que mi rutina discurriría rodeada de mucha gente desconocida, ni que cada día tendría compañeros nuevos, pero que, a veces, me sentiría sola. Que las trivialidades del día a día serían novedad para aquel con el que compartiría el galley. Que tendría muchas conversaciones de «primeras veces»:

— ¿Llevas mucho tiempo volando?
— Pues acabo de hacer siete años.
— ¿Y empezaste aquí o volabas antes?
— Empecé aquí.
— ¿Y de dónde eres? ¿Vives cerca del aeropuerto o en el centro?
— Soy de Galicia. Vivo en la ciudad, en el centro. Ya vivía aquí antes de empezar a volar.

No era consciente de la desconexión digital que me daría estar volando, no poder hacer una llamada, no estar al día del cotilleo o del evento en el grupo de amigas. Perderme la complicidad de la anécdota, la fugacidad del momento.

No pensé en los domingos metida en el avión, sin poder asistir a todos esos planes que se hacen durante la semana, viviendo una vida ausente que no todos entienden si no la experimentan.

No fui consciente de la distancia, del cansancio, del estrés, del dolor de pies, de los labios agrietados, de los ojos hinchados. No me imaginé que iba a quitarle horas al sueño para conciliar, para vivir.

No sabía lo que eran las arañas vasculares, ni lo jodido que era ponerse las medias de compresión cuando tienes prisa. Porque siempre tienes prisa. No intuía la apatía por la falta de sueño a golpe de mandar al garete los ritmos circadianos.

Nadie me advirtió de lo mucho que disfrutaría de mi trabajo, ni de la libertad que me daría el vuelo. No sabía que iba a celebrar tanto cada vuelta a casa, cada reencuentro. No advertía la riqueza de quién se siente dueño del mundo al poder viajarlo.

No percibía la belleza de un atardecer sobre las nubes, ni la paz del vuelo, la calma del viaje.

No podía ni imaginarme la de anécdotas que viviría, la de risas que compartiría, la de personas maravillosas que llegarían a mi vida para hacerla mejor. No sabía del compañerismo innato del sector, del apoyo que nos profesaríamos entre tripulaciones, independientemente de la aerolínea.

No alcancé a valorar que las 24h de un día OFF se exprimen como si fuesen 48h, ni que iba a convertirme en una domadora del tiempo para llegar a todo. Nadie me dijo que el «de lunes a viernes» no existía, y menos mal. Qué tediosa debe ser esa sensación de tristeza profunda de domingo por la tarde.

No me daba cuenta de que las lágrimas más sinceras brotan de los ojos de aquellos que se despiden en un aeropuerto, ni que «vuelvo muy pronto» siempre resuena en mi cabeza.

No veía que más que un trabajo era un estilo de vida, ni que a 30,000 pies se tenían mejores vistas.

Nadie me avisó.
Tengo la suerte de vivirlo.

Anuncio publicitario

Autor: Azafata hipóxica

Soy Andrea Enríquez, nací en Santiago de Compostela en el último año capicúa de los 90. La primera vez que me subí a un avión fue como UM con 6 años, desde entonces no me he vuelto a bajar. Publicista desde 2013 y tripulante de cabina desde 2015 comparto mi día a día en redes través de mi álter ego Azafata hipóxica.

Deja una respuesta

Introduce tus datos o haz clic en un icono para iniciar sesión:

Logo de WordPress.com

Estás comentando usando tu cuenta de WordPress.com. Salir /  Cambiar )

Foto de Facebook

Estás comentando usando tu cuenta de Facebook. Salir /  Cambiar )

Conectando a %s

A %d blogueros les gusta esto: