La pasajera del 7F

Como otros muchos posts, este estaba en la recámara de los borradores desde el hace meses; y hoy me he propuesto rescatarlo.

Lunes 17 de abril de 2017. IBZ – BCN

Querida pasajera del 7F:

Sólo quería decirle que la admiro. Quizás nunca más volvamos a encontrarnos, pero yo me acordaré de usted y de la entereza con la que afrontó su mayor miedo; el miedo a volar. Quizás no lo sabe, pero es muy valiente; primero por decidirse a subirse a un avión tras cinco años sin pisar uno, y después por entrar confesando que tiene pánico a volar. No todo el mundo es capaz de decírselo a la tripulación y una vez en el aire el miedo les paraliza por completo agravando la situación para todos los pasajeros a bordo. 

Cuántas veces habremos visto los tcps a pasajeros santiguarse en el asiento antes de despegar, o agarrarse a él como si les fuese la vida en ello previo aterrizaje… están también los que van estirados como varas sin perder detalle de nada de lo que hacemos, y los que se alarman si escuchan alguna de nuestras conversaciones descontextualizadas y piensan que algo durante el vuelo va mal. 

Pasajera del 7F, también quería darle las gracias. Agradecerle su gesto hacia nosotros, porque hace que nuestra profesión cobre sentido. En un espacio tan reducido como es un avión, cuando pasa algo todos los ojos apuntan de manera inquisidora a la tripulación y es nuestra función hacer del vuelo un trayecto agradable y seguro para los que vamos a bordo.

Para nosotros mereció la pena el madrugón del día al conseguir que usted, que embarcaba deshecha en lágrimas y al borde del colapso, acabase sonriendo sentada en nuestro jumpseat (asiento) e incluso fuese capaz de darnos conversación de manera distendida.

Aprovechando la confesión, me gustaría explicar algunos detalles de esta profesión, que tan atractiva parece desde fuera y que en sus entrañas implica mucho sacrificio (como otros muchos trabajos). Después de haber publicado el post «La realidad de un TCP en modo avión«, de vez en cuando me llegan al email preguntas, generalmente de chicas que se están planteando el hacer el curso para trabajar como azafata, así que aquí van algunos matices.

La mayor ventaja que tiene esta profesión es el poder viajar, esto es indiscutible, y es lo que a la larga, hace que aguantemos los horarios de locos, las noches sin dormir o los comportamientos vejatorios de algunos pasajeros maleducados. El poder coger un avión como si se tratase de un autobús urbano y poder escaparte a cualquier sitio es la mayor recompensa a una semana de muerte.

Pero como en todos los trabajos, también existe la parte «no tan buena», y en el mundo de la aviación es algo que hasta que no estás dentro, o no tienes a algún conocido para que te la cuente, pasa desapercibida. 

En primer lugar, y como lo más básico, nuestro espacio de trabajo es muy reducido, en la mayoría de compañías «low cost» los aviones son pequeños. Nuestra privacidad frente a los 200 pasajeros que llevamos de un punto a otro se ve mermada hasta casi la inexistencia. Estamos continuamente observados, ya sea bebiendo un vaso de agua, como comiendo (aunque sea detrás de la cortina) como si es entrando al lavabo (de esto último muchos pasajeros de sorprenden).

Sí, sí, también tenemos necesidades fisiológicas y necesitamos alimentarnos, y la mayoría de días lo que hacemos es aprovechar los cinco minutos «libres» para engullir los cuatro bocados con los que pasaremos el día. Nuestros horarios no contemplan «la hora para comer», ni los cinco minutos de escaqueo para salir de la oficina a fumar, ni para responder una llamada urgente si fuese el caso.

Además debido al ambiente seco en el que trabajamos 12h al día (sí, sí, 12 horas de actividad diarias es lo máximo contemplado, que si sumas los trayectos de ida y vuelta al aeropuerto, que no suelen estar en el centro de la ciudad precisamente, más el tiempo que necesitas en arreglarte antes de salir te dan unas 16h trabajando nonstop, pero esto es otro aparte) nuestra piel se resiente mucho, ya no hablemos de los ojos o de la garganta. Y los cambios de presión que nos hinchan y deshinchan a lo largo del día hace que acabemos con frecuencia con malestar general.

Después de los 2 despegues y 2 aterrizajes de turno el uniforme, que al principio del día te quedaba holgado, ahora te marca hasta la costura de las medias. Por eso hay que tener en cuenta los alimentos que debes comer cuando vas a volar, para hacer más llevadera la pesadez de estómago que experimentamos cuando comemos lo que no debemos.

Nuestra programación, de la que depende el mes, la hace una aplicación informática y el azar será el encargado de organizar cómo será nuestra vida en los próximos días, cuáles serán los momentos de descanso y con quién nos cruzaremos en el camino; porque cada día que vamos a volar lo hacemos con una tripulación diferente, quizás coincidas alguna vez con alguien o quizás no lo vuelvas a ver hasta pasados unos meses.

Es por esto que cuando un pasajero me dice con la sonrisa en la boca «¡hasta el martes!», que será cuando tenga su vuelo de vuelta, me tengo que reír, porque es bastante común esa creencia de que siempre hacemos las mismas rutas y que llevamos y traemos al mismo pasaje. No, cada día volamos es a una ciudad diferente, a veces haces pernoctas allí y otras no, depende de la ciudad en la que estés basado, yo por ejemplo en Barcelona sí que hago noche de vez en cuando en alguna capital europea.

La peor parte del trabajo para mí es trabajar tantas horas de pie en tacones, y aguantar el calor sofocante del verano embutida en el uniforme (pañuelo, americana y guantes incluidos), pero el dolor de pies y de espalda una vez que aterrizas del último salto (como llamamos a los vuelos en jerga aeronáutica) muchas veces es inaguantable. No comento los callos, durezas y deformidades con las que acaban nuestro pies sufridores.

Pero todo esto es algo satélite y va dentro de la profesión. Es imagen. Hace años las azafatas eran chicas altas, delgadas, guapísimas, como modelos que desfilaban por las terminales de los aeropuertos con ese glamour que destila el uniforme. Actualmente esto ha cambiado para la mayoría de compañías, simplemente se pide una altura mínima por pura lógica, el poder alcanzar las cosas en el avión, y una imagen limpia y pulcra, lo demás lo hace el uniforme.

Somos chicas (y chicos) físicamente normales, pero con un poder de autocontrol brutal. Acabas convirtiéndote en una «gestora del tiempo» para poder conciliar el trabajo con una vida mínimamente normal fuera del trabajo. Con un aguante físico del que a veces no eres consciente, porque el nivel de agotamiento de volar lleva tu cuerpo al extremo.

El esfuerzo físico que implica la profesión siempre se ve recompensado por el pasaje; los que valoran tu trabajo, los que te sonríen por un gesto amable que has tenido con ellos, los que agradecen la implicación que has puesto si tienen algún problema a bordo… Sin duda el trato humano y la gente a la que vas conociendo por el camino son las que compensan tantas horas de un lado para otro.

El «entrenamiento» para conseguir la licencia europea no es más que un curso (la duración depende de la academia, de lo condensadas que estén las materias y de la organización en general) en el que aprendes las nociones más básicas de aeronáutica, primeros auxilios, medicina, supervivencia, control de multitudes y procedimientos de emergencia. También se hacen ejercicios en la maqueta de un avión y una parte práctica en la piscina. Después cada aerolínea tiene su curso específico en el que te familiarizas con la flota de aviones, con los procedimientos de emergencia establecidos, con el funcionamiento del servicio a bordo etcétera.

No es algo complicado pero requiere constancia y tomárselo en serio, son exámenes de aviación civil y el nivel de exigencia es alto. Anualmente hay que hacer exámenes de «refresco» de la propia compañía, por lo que hay que estar al día de todo lo que va cambiando en materia de seguridad y procedimientos.

Hay que aprender a vivir condicionado por una programación que hará que te pierdas Navidad en casa, el cumple de tu madre, la boda de un amigo o las juergas del sábado noche. Pero que te regala otras cosas, un trabajo que engancha, que no conoce rutina, que te permite moverte por el mundo sin ataduras, conocer nuevos horizontes y valorar el tiempo.

Empiezas a medir el paso del mismo de otra manera, acumulas horas de vuelo, muchos madrugones, muchas imaginarias alerta, anécdotas de todo tipo y de todos los colores… te impones una disciplina de horarios, aprender a dormir a cualquier hora del día y en cualquier momento, acostumbras a tu cuerpo a comer a horas intempestivas… pero te llevas de regalo vistas alucinantes y momentos inolvidables.

Si ves que serás capaz de lidiar con el ritmo frenético sin perder la sonrisa… esta es tu profesión.

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Autor: Azafata hipóxica

Soy Andrea Enríquez, nací en Santiago de Compostela en el último año capicúa de los 90. La primera vez que me subí a un avión fue como UM con 6 años, desde entonces no me he vuelto a bajar. Publicista desde 2013 y tripulante de cabina desde 2015 comparto mi día a día en redes través de mi álter ego Azafata hipóxica.

4 opiniones en “La pasajera del 7F”

  1. Mientras te leo me detengo, momentáneamente, en la pasajera del 7F, seria yo? Pero no, no era yo sino una muy parecida. He logrado, creo yo, ganar la batalla a mi inmenso miedo a volar, aunque ese miedo nunca me paralizó, desde hace más de 30 años viajo al año mínimo una vez (este año se perdió 🙄) en mis años de juventud lo hacía 3 y 4 veces eso no significaba que no sintiera mucho temor. Ya me curé 👏gracias a Dios, he volado 10 horas sin usar «amansa locos» (tranquilizantes) 👏👏👏. Te animo a que escribas un libro de lo que sea que más te emociones, tus lecturas son amenas e interesantes.

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